"La agroindustria, con el motor intacto" por Héctor Huergo en Clarin
Entre 1995 y el 2008, la agroindustria argentina experimentó un salto fenomenal. La cosecha se duplicó y el stock ganadero, pese a la cesión de tierras a la nueva agricultura, seguía creciendo hasta alcanzar el récord de 60 millones de cabezas en el 2008. Ese proceso se había desencadenado a pesar de que los precios internacionales, a fines del siglo XX, seguían presionados a la baja por las barreras proteccionistas y grandes excedentes de alimentos en el mercado internacional.
Había más vendedores que compradores. Igual, la producción crecía a tasas chinas, al ritmo de la incorporación de tecnología. Se había desencadenado “La Segunda Revolución de las Pampas”, como la bautizamos desde Clarín Rural. La primera, a fines del siglo XIX, había sido la de la conquista territorial. La segunda, basada en la innovación, en la captura de los avances en maquinaria, genética, biotecnología, nutrición de los cultivos, almacenaje flexible, etc., se desarrollaba vertiginosamente y nos explotaba en las manos.
Y, de pronto, se da vuelta la taba de los precios. Irrumpe la nueva demanda de los países más poblados del planeta, en desarrollo fulgurante. China, sus vecinos del sudeste asiático, Medio Oriente, se convierten en una aspiradora de alimentos.
En plena transición dietética, sustituyendo féculas y vegetales por proteínas animales, reclaman granos forrajeros, harina de soja y aceite. Precisamente, los productos bandera de la nueva agricultura pampeana. El impulso fue fenomenal. El enorme valor agregado de la producción de granos, a partir de los altos rindes fruto del avance tecnológico, tuvo su correlato en el downstream. Los grandes jugadores mundiales del negocio agroalimentario, que siempre estuvieron en la Argentina, aceleraron el ritmo de sus inversiones.
Hoy toda la producción puede exportarse con valor agregado.
Este crecimiento no se detuvo ni durante los dramáticos días de la caída de la convertibilidad en el 2002, con las reservas del Banco Central exhaustas. En el 2006, apenas cuatro años después del default, el ex presidente Néstor Kirchner saldó en un solo pago de US$ 10.000 millones el total de la deuda con el FMI.
Antes, con derechos de exportación del 20%, se habían atendido las urgencias sociales más inminentes. La mejora de los precios internacionales engolosinó a las autoridades, que fueron por todo. Casi se duplicó el nivel de retenciones, pasando del 20 al 35%. Y vino el intento del zarpazo final con la tristemente célebre Resolución 125. Un verdadero experimento que arrojó un resultado inexorable: f renar un proceso que no exhibía fisuras.
El campo se paró, y el país empezó a complicarse. La Argentina necesita dólares. Y los únicos genuinos vienen de la agroindustria. A pesar de la enorme transferencia de ingresos genuinos del interior al Estado nacional, el sector está intacto, todo lo que precisa es un cambio de aros. El poeta tandilense Ambrosio Renis dijo una vez: “cuando el campo está triste, las ciudades se llenan de yuyos”. El experimento K fue una simple comprobación. Ahora soplan vientos de cambio.