"Dar vuelta la página" Editorial del Ing. Agr. Héctor Huergo en Clarín Rural del 28 marzo de 2015
Llama la atención la ligereza con que se trata la cuestión de los derechos de exportación, la mochila que terminó doblando la espalda del campo. Porque a pesar de la buena cosecha de soja, la realidad es que la sombra del estancamiento impregna toda la escena.
La mayor parte de los políticos, economistas y asesores coinciden en que los derechos de exportación constituyen un “mal impuesto” y que debe ser sustituido por algún mecanismo más plausible. Pero la soja es su límite. El argumento suena razonable: “no vamos a desfinanciar al Estado”. El PRO, que lanzó la propuesta más amigable con el campo, planteó una reducción de 5% por año, para llegar a 0 en siete campañas.
Es demasiado tiempo. Los precios han caído un 35%, la rentabilidad es nula y se da la paradoja de una cosecha récord de 57 millones de toneladas, con un resultado económico negativo. Aunque no tanto como los demás cultivos, donde sólo zafan quienes alcanzan rindes cercanos a la frontera de lo posible, y en campo propio.
Hay muchos mecanismos para terminar con esta gabela sin desfinanciar al Estado. Pueden sustituirse por el impuesto a las ganancias, reteniendo en la primera venta pero a cuenta de este gravamen. Ya hemos hablado del efecto de los derechos de exportación sobre la incorporación de tecnología. Obliga a destinar una proporción mayor del producto para la compra de los insumos. Esto motoriza la desinversión. Se utilizan menos unidades de insumos, se incorporan menos equipos, la producción se hace más “extensiva”. Menos producción en la misma superficie. Menos rinde. Es lo que estamos viviendo con la debacle de los cereales, como el trigo y el maíz, que languidecen a pesar de la creciente oferta tecnológica.
Pero si los derechos de exportación impactan en la agricultura, mucho más grave es lo que sucede con los productos de valor agregado. En primer lugar, la carne vacuna.
La imagen bucólica que supimos construirle a nuestra ganadería bovina alimenta la idea de que un novillo es casi un animal de caza. En realidad, un novillo gordo es el resultado de una cascada de valor imponente, que se inicia con el salto de un toro de alta genética sobre una vaca con 150 años de mestizaje. A los nueve meses ese salto se convirtió en un ternero de 35 kg. Ocho meses después, multiplicó por seis el peso de nacimiento. Se desteta con 180 kg. Desarrolla sobre praderas sembradas en campos de uso agrícola durante otros seis meses, y al final se los encierra en un corral para terminarlos con granos.
Ese producto de altísimo valor agregado va luego a la planta frigorífica, donde continúa el proceso con la faena, separación de sus componentes, empaque, frío y despacho. Bueno, este producto, que en última instancia es agricultura con valor agregado, tributa un 15% de derechos de exportación.
A diferencia de la soja, donde claramente las retenciones tienen un objetivo de caja, en el caso de la carne vacuna el trasfondo es la famosa defensa de la mesa de los argentinos. La realidad es que el castigo terminó con una enorme dilapidación del capital ganadero. En una fábrica de tornillos, si el tornillo dejó de ser negocio, se venden los tornos o se dedican a otra cosa. En la fábrica de carne, los tornos son las vacas, que también son carne. La liquidación de vacas generó abundancia coyuntural de carne, manteniendo bajos los precios. Pero un día la carne se acabó. Hoy la Argentina tiene la carne más cara de la región, mientras Brasil, Uruguay, Paraguay y hasta Chile han ocupado posiciones de privilegio en el concierto internacional. En unos casos con volumen, en otros con calidad.
Hay mucho para reconstruir. Tanto para carne como para leche. Muchos ya se están preparando. Saben que estamos por dar vuelta la página.