"Disparen contra la Directa" especial del Ing. Agr. Héctor Huergo en Clarín del 14/08/2015
El gobierno apeló nuevamente a la táctica del tero, que canta lejos de donde la hembra puso los huevos. Su responsabilidad en las inundaciones está subrayada por gruesos trazos de evidencias. Deberían haber aprendido que, cuando canta el tero, presagia lluvia.
Desde el rincón donde los puso la sociedad, con las orejas de burro, balbucea argumentos efectistas. Le llegó el turno a la “siembra directa”, un bastión que hasta ahora había quedado lejos de la ofensiva del kirchnerismo contra el campo.
La siembra directa es un sistema que ha revolucionado la agricultura. Consiste en implantar los cultivos sin laboreo de los suelos. No es un invento argentino, pero es en estas pampas donde más ha evolucionado.
La agricultura nació en el neolítico, hace 10.000 años. Se fueron inventando distintos implementos que permitían “preparar la cama de siembra”, para finalmente colocar la semilla. Nació el arado, que removía el suelo en profundidad. Pero lo dejaba muy desparejo y con grandes terrones. Otras herramientas rompían esos bloques y lo iban desmenuzando. Hasta que se podía sembrar.
En ese proceso, los suelos iban perdiendo su materia orgánica, que se descomponía rápidamente en contacto con el oxígeno del aire. La materia orgánica cumple un papel de aglutinante de las partículas, dejando espacio para que circule el agua, y es alimento de millones de organismos que ayudan a los cultivos.
La falta de materia orgánica desorganiza los suelos, los convierte en inertes. Cuando llueve el agua no penetra, “se planchan”. Se acumula menos humedad en profundidad, lo que somete a los cultivos a stress hídrico. Y el escurrimiento superficial arrastra suelo generando graves problemas de erosión. E inundaciones ominosas y repentinas muy recordadas, como las de Cañada de Gómez, o el arrastre del terraplén del ferrocarril en Los Surgentes (Córdoba), un clásico de la agronomía.
Todo eso ocurría en nuestras pampas, hasta que llegó la solución de la siembra directa. Desapareció la remoción del suelo. Ahora se implanta el cultivo directamente sobre el residuo del anterior. Aquí se decretó el acta de defunción del viejo arado, que le prestó grandes beneficios a la humanidad, pero a costa de la vida del suelo. Se frenó en gran medida la erosión hídrica y eólica. Los suelos sin materia orgánica “se volaban”, convirtiéndose en médanos. Muchos de ellos hoy se han recuperado para la producción agropecuaria.
Se ahorran millones de litros de combustible, porque ahora en lugar de laborear cuatro o cinco veces, se siembra en una sola pasada. Se requiere mucho menos capital. Los tractores ya no tienen que ser tan potentes, porque sembrar es una tarea más “liviana”. Solo se abre un surquito en lugar de dar vuelta toda la tierra.
Al mantenerse en suelo cubierto, se evita el efecto del impacto de la gota de agua. Es donde arranca el planchazo y luego el escurrimiento superficial. El rastrojo del cultivo anterior es el principal aliado del cultivo siguiente. El agua percola suavemente. Si la lluvia es torrencial, el rastrojo actúa como freno, dando tiempo a que penetre.
Pero todo esto se hace para producir, no para poner agua en la caja fuerte del suelo y guardarla para siempre. Los cultivos son una bomba que toma el agua del suelo y la convierte en alimentos. Suman el agua ahorrada con la de lluvia. El balance es casi siempre desfavorable. Por eso, también casi siempre, hay respuesta al riego suplementario.
La siembra directa no agrega riesgos a la vida en las llanuras, sino que los previene y, ante fenómenos extremos como los actuales, los atenúa. Y permitió triplicar la producción en sus tres décadas de vida. Esto significó ingresos por 65.000 millones de dólares sólo por las famosas retenciones aplicadas durante la década ganada. Nada de eso volvió al agro, que adolece de falta de rutas, caminos y ahora sufre la inundación.
Todos los organismos de investigación, públicos (INTA, Universidades) y privados (Aapresid, CREA) cuentan con profusa documentación que avala estos beneficios. No hay evidencia científica alguna que avale los dichos del intentendente kirchnerista Francisco Durañona, de San Antonio de Areco, o del mismísimo jefe de Gabinete y hoy candidato a gobernador de la provincia inundada, Aníbal Fernández, sosteniendo que hay responsabilidad de la SD. La responsabilidad hay que buscarla en la falta de prevención, que a esta altura no es ignorancia, sino necedad. Hace años que sabemos que afrontamos una agudización de estos eventos, consecuencia del cambio climático global, cuyos efectos se expresan con particular virulencia en la pampa húmeda. Lo sostiene el reconocido científico Vicente Barros. Y todos los expertos vienen marcando que estamos ante un año Niño.
No hay atenuantes. Encima, los recursos estaban asignados por ley, pero se disuelven en el inefable altar del populismo.