En la celebración del Día de la Industria, la presidenta Cristina Kirchner pronunció un discurso sugestivo. Primero, por haber planteado la necesidad de terminar con el clima de confrontación, sustituyéndolo por algo que (acéptenme la licencia) se parece a la propuesta de “inteligencia colaborativa” que fue el leit motiv del reciente congreso de Aapresid.
Alguno desconfiará, pensando que es una pose en el interregno electoral, que CFK sigue comulgando con la tesis del antagonismo permanente, la dialéctica “amigo vs. enemigo”, y para el enemigo ni justicia. Y sospechan, con fundamento, que el campo es el campo del enemigo. Hagamos de cuenta que estamos en otra etapa, la de la inteligencia colaborativa. Colaboremos debatiendo y aportando ideas e información.
Uno de los puntos que vale la pena analizar es la mención a “la industrialización de la ruralidad”. Una frase que denota la influencia del ministro de Agricultura Julián Domínguez, quien venía machacando con la idea. Tan tentadora y sugestiva como peligrosa.
Nadie puede estar en contra de “industrializar la ruralidad”. De hecho, es todo un símbolo que la propia CFK la haya introducido en el día de la Industria. Sin embargo, la connotación es negativa, porque sugiere que el campo (“lo rural”) es un plano inferior, un simple proveedor de “productos primarios”. La verdadera industria es la que los transforma. “El valor agregado en origen” y otras frases hechas plasmadas en el diccionario de lo políticamente correcto.
El maíz, el trigo, la soja, son materias primas de procesos corriente abajo. Y es fundamental que éstos existan, como en realidad existen. Pero son a su vez productos terminados de procesos corriente arriba. El productor es simplemente el gerente de una línea de montaje en la que concurren, just in time, una parafernalia de insumos, equipos y servicios de alta tecnología, como en cualquier proceso industrial moderno. Tractores, sembradoras, fertilizantes, herbicidas, semillas con eventos biotecnológicos, pulverizadoras automotrices o de arrastre, camionetas, silos y silobolsas, cargadores, caminos, combustibles. Comedores para camioneros, gomerías, bancos. Todo para generar los 35.000 millones de dólares que vale la producción agrícola de las 100 millones de toneladas. Altísimo valor agregado “en origen” de la producción primaria.
Corriente abajo, tenemos toda la cascada imaginable. Capacidad de crushing para el cien porciento de la cosecha de soja y girasol. Un tercio del maíz se convierte en leche, pollos, cerdos y carne vacuna, además de jarabe de fructosa para las bebidas cola, almidones para la industria petrolera, y etanol para licores y biocombustible. Nos quedan dos tercios para seguir industrializando la ruralidad. Pero lo más fácil y necesario es impulsar una mayor siembra. Requiere menos inversión, y tenemos la línea de montaje lista.
Señora Presidenta, si usted ve que la producción de fertilizantes crece, pero disminuyen las exportaciones de “manufacturas de origen industrial” (donde se anotan como productos químicos), póngase contenta: estamos usándolos aquí. El maíz le agrega valor al fertilizante. Cuando exportamos un grano de maíz, estamos exportando un gránulo de fertilizante. Chapa y pintura de camionetas y cosechadoras, biotecnología nac&pop, ropa de trabajo, camionetas. Cosas que se digieren a sí mismas en el acto de producir. Se convierten en soja. Después, convertimos la soja en harina proteica y aceite. Y con el aceite hacemos biodiesel y lo embarcamos a veinte países.
Industria es la transformación de los recursos naturales, dice el diccionario de la Real Academia. El campo es industria. Es la industria verde. Verde y competitiva. Eso hicimos. No es viento de cola, coincidimos. El viento de cola vino después, y nos encontró con el barco navegando.