Es "derrame" o "difusión" ? Editorial de Héctor Huergo en Clarín Rural del 19 septiembre de 2015

 

Ya que la teoría del derrame no es políticamente correcta en estos tiempos signados por la dialéctica del progresismo, apelaré a la reformulación del concepto, siguiendo la pista que plantara hace un par de años un reconocido experto uruguayo en temas de campo: Eduardo Blasina.

 

Eduardo hablaba de “difusión”, un término que no tiene que ver con la “comunicación” (tan en boga en nuestros días), sino con un fenómeno físico. Se denomina difusión simple al proceso por el cual se produce un flujo neto de moléculas a través de una membrana permeable, sin que exista un aporte externo de energía.

 

La diferencia entre “derrame” y “difusión” es que en el primer caso, primero se colma el recipiente y luego sale lo que sobra. En el segundo, todo el contenido va atravesando las membranas, siguiendo un gradiente natural. Esto último es lo que ocurre cuando la economía fluye a partir de la iniciativa de los individuos y sus organizaciones, y cuando el poder público (el Estado) ocupa el rol de facilitador de la gestión privada.

En la visión de que el tal derrame no se da, surge la “tentación del bien” de la que nos hablaba el recordado Francesco DiCastri en sus recordadas apariciones en los congresos de Aapresid. Se trata de cuando los hacedores de políticas y los funcionarios con poder se arrogan la facultad de operar en nombre de “los necesitados”, capturando la renta de los sectores más activos y competitivos de la sociedad.

 

Vayamos al campo, y comparemos lo que sucedió en la Argentina con lo que pasó en Uruguay (ya que hablamos de Blasina). En la década ganada, el gobierno K encontró la fórmula para redistribuir el extraordinario capital generado por el agro. El experimento se desmadró, el agro terminó asfixiado y se paralizó una revolución tecnológica que sorprendió a todo el mundo. Así llega a su fin el mandato de CFK, agobiada por falta de divisas, y con toda la sociedad esperando un inexorable cambio de época.

 

En Uruguay, el gobierno izquierdista de Mujica dejó hacer. Esta semana hubo un evento sobre agricultura por ambientes en Ombúes de Lavalle, un pueblo de 2.000 habitantes a menos de 100 kilómetros de Colonia. El encuentro se celebró en un hotel nuevo, grande, moderno y muy bonito. Su propietario es un productor de soja. Me hizo acordar a un señor Conrad Hilton, aquel joven que fue a Texas durante la fiebre del oro a poner un banco. Pero no encontró dónde alojarse. Entonces vio el negocio de construir un hotel. El resto es historia…

 

El nuevo hotel de Ombúes ocupó a gente en la construcción, y la ocupa ahora en la atención de los turistas y viajantes. Que serían muchos más si el Estado uruguayo hubiera hecho lo que sí es su función: arreglar las rutas y construir nuevas.

 

Uruguay está lleno de emprendimientos que surgen de fuentes proactivas: una política tributaria que desgrava las ganancias de los nuevos proyectos y el fomento a la instalación de grandes complejos agroindustriales. Aparte de las famosas plantas de celulosa, están los megatambos de Durazno y Punta del Este, hay bodegas en construcción y expansión, feedlots vinculados a grandes productores e incluso frigoríficos exportadores de dimensión mundial. Existe una enorme propensión a invertir en negocios competitivos, porque si no se gana, no hay beneficio fiscal.

 

En la Argentina, hace quince años los que ganaban dinero con el incipiente boom agrícola, invertían en toda clase de proyectos. Desde casas (y hasta edificios en la ciudad de Rosario), pasando por fábricas de implementos, plantas de balanceados, feedlots, artículos para el hogar, corralones, también hoteles.

 

Hoy sólo pueden encararse los proyectos que cuenten con un fuerte apalancamiento en créditos especiales, que conllevan el rito del corte de cintas y el discurso de agradecimiento a la “dádiva” del príncipe.

 

No va más.

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